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Guillermo Olguín, 30 años de gráfica

BIG BANG

Cuando Guillermo Olguín tenía apenas dieciséis años se fue de Oaxaca, con el alma incendiada de colores. En los siguientes años, cargado de dibujos y fotos, sus pies lo traen y lo llevan a Estados Unidos y Francia y finalmente hasta la puerta, en Seattle, del taller de gráfica de Kathleen Rabel. Ahí, limpiando las máquinas de zinc y cobre, aprende todo lo que puede pero sobre todo le exprime el jugo al sosaku-hanga, una técnica japonesa de grabado pretendidamente intimista y experimental, y al chine-collé, que transfiere fotografías a una placa.

Pasa el tiempo y Guillermo anda de arriba abajo pintando y escapándose cada que puede al taller de Fernando Sandoval o al atelier de litografía de Christian Bramsen, donde empieza a darle forma a sus cartas de ultramar. Con él aprende a mezclar técnicas: la tradicional sobre piedra y la digital. Con una beca en el bolsillo, en Porvoo, Finlandia, estudia grabado. Un día, caminando por uno de esos bosques de pinos gigantes, Guillermo escucha a lo lejos una canción de Sibelius. Asaltado por los sonidos, la naturaleza lentamente lo devora y sólo entonces la tierra le abre sus misterios: con la música siente el olor de las nevadas. Ya en Oaxaca, entre óleo y óleo, busca la forma de volver a la gráfica y consigue en París, con Francisco Limón, una máquina para el nuevo taller.

Aventurero de los países y las pasiones, Guillermo ha recorrido hasta el fondo los diversos paisajes del mundo y de su estilo. Si andando La ruta de la seda vio en el Ganges cómo “flotan miles de flores”, “flotan sus dioses”, en las costas de Oaxaca y Guerrero descubrió la sensualidad de las danzas negras. Sin proponérselo, como sucede cuando la creación nace de una necesidad de la propia voz, todos los lugares y gentes van apareciendo, transfigurados, en sus obras.

Cada vez más los trazos de Guillermo son cada vez menos, y el espacio se va desnudando como para ofrecer su verdad profunda con su silencio. Y mientras eso pasa los cebús y las cabras y los peces y los pájaros remontan el tiempo lejísimos, hasta los primeros trazos en las cavernas. Casi ya en el origen, aparecen una y otra vez las mujeres, una y otra vez el deseo invocado con tinta negra. Y desde su negrísimo sexo estalla un agave o una flor. Estalla la vida.

Román Cortázar

BIG BANG

At just sixteen years old, Guillermo Olguín left Oaxaca, his soul ablaze with colors. In the years that followed, armed with drawings and photographs, his feet carried him to the United States, France, and eventually to the doorstep of Kathleen Rabel’s printmaking workshop in Seattle. There, cleaning zinc and copper machines, he absorbed all he could, especially intent on mastering sosaku-hanga, an introspective and experimental Japanese printmaking technique, and chine-collé, which transfers photographs onto a plate.

Time passed, and Guillermo roamed far and wide, painting while escaping whenever possible to Fernando Sandoval’s workshop or Christian Bramsen’s lithography atelier. It was there he began to shape his letters from overseas. With him, Olguin learns to mix traditional stone lithography with digital techniques. A scholarship brought him to Porvoo, Finland, where he studied printmaking. One day, walking through a forest of towering pines, Guillermo heard a Sibelius melody in the distance. Overwhelmed by the sounds, nature slowly consumed him, and only then did the land reveal its mysteries: with the music, he could smell the snowfalls. Back in Oaxaca, between layers of oil paint, he sought a way to return to printmaking and, with Francisco Limón in Paris, secured a machine for his new workshop.

An adventurer of countries and passions, Guillermo has explored the depths of the world’s landscapes and his own style. Along the Silk Road, he witnessed how “thousands of flowers float” and “their gods float” on the Ganges. On the coasts of Oaxaca and Guerrero, he uncovered the sensuality of black (or Afro-Mexican) dances. Unintentionally, as often happens when creation stems from an intrinsic need, every place and person he encounters emerges transfigured in his works.

Guillermo’s strokes have grown increasingly sparse, revealing a stripped-down space that offers its profound truth in silence. And as this unfolds, the zebu cattle, goats, fish, and birds traverse back through time to the earliest cave markings. Nearly at the origin, women appear again and again, desire invoked repeatedly in black ink. And from the deepest black of their being, an agave or a flower bursts forth. Life erupts.

Román Cortázar